La vida en tiempos
de los tangos no se limitaba —parece obvio pero es bueno recordarlo- a bulines
de soltero, cabarets, cafetines y duelos criollos bajo faroles. En otro trabajo
“Los tangos del conventillo” profundizamos en la vida diaria de un sector de aquella
sociedad en construcción, el que se originó en los inmigrantes. En este nos
centraremos en el aspecto de la vida más privada, de la infancia, de la
familia, sus componentes y las relaciones entre ellos tal como eran en esos
tiempos, o como se los pintaba, que abarca a más clases sociales que las del
conventillo. En particular, sobre la madre, la santa viejita, tenemos un trabajo aparte, "Los tangos de la viejita".
En letras de todas
las épocas tangueras, incluso en muchas de las reas, compadres, jodonas o
cuchilleras, la familia y el hogar –o su idealización- ocupan un lugar
importante, contraste con lo que pasa en la calle y reflejo de la importancia
que detentan en cualquier sociedad, pero sobre todo en una que estaba en rica y
dolorosa formación, en la que había necesidad de refugio, de lugares seguros como
contraste a la volatilidad de las contingencias más o menos violentas del
ascenso social y de las caídas en la miseria o el vicio.
La idealización se
presta inevitablemente para el sentimentalismo y la sensiblería –esa que tanto
fastidiaba a Borges y que es uno de los hilos que definen al tango. “Silencio”,
de Pettorosi y Le Pera puede ser un ejemplo de esa hipersensibilidad,
compartida quizás por la cultura reinante, y aun por la poesía de la época. No
es ajeno a esto que haya varias letras que se toman a risa el matrimonio, que
es la base de lo que se entendía (¿y entiende todavía?) como Familia, esa con
mayúscula. “Te fuiste ja, ja”, “Victoria” “Aguantate Casimiro” o “Che pituca”
son muestra de ello.
Estas letras reflejan
como pocas el lugar que tenían el casamiento, el noviazgo, la paternidad, el
amor filial en la cultura de la época. Más recientemente, la milonga como
género se presta para burlas sobre el tema: “Qué familia”, “El pretendiente”, “El
divorcio”. Es interesante ver la actitud
de los letristas ante el matrimonio que va desde el ¡No al casorio! (“A mí no
me den consejos;, “Camarada” “no hay
clavo mayor que el matrimonial”, “Victoria”, “Te fuiste ja, ja”, etc.)
hasta el ver al casorio como el antídoto a la vida de desenfrenos juveniles:
“Muchachos me caso” (aunque implique —parece que era así- la “cruel separación” de sus amigos),
“Armonía”, “Varón”. Ser soltero entonces no está nada mal, pero ser soltera
parece que es espantoso: “Fea” (el “que debió llevarla hasta el altar”, “sus
amigas ya todas se han casado”) o “Nunca tuvo novio”.
El epítome de la
vida hogareña es el tango “Calor de hogar”, que recorre toda la historia desde
el noviazgo hasta la vejez y la muerte.
El hogar es para el
ethos tanguero muy particularmente el lugar donde están (¿guardadas?
¿preservadas?) las buenas mujeres (las otras andan por el centro y los
cabarets). Las buenas mujeres son 1) la santa viejita y 2) la noble esposa.
Cuando la “mujer” de la casa (que a veces no está claro si está casada ante la
ley y/o la iglesia con él o no, pero no le hace) se va o se acuesta con otro,
esto constituye traición y es castigada de palabra o de hecho. La traición
duele más cuando a la mujer la tenían en casa.
El hogar y la
familia son, en la letra del tango, lugares a donde se vuelve generalmente
arrepentido (ver nuestro trabajo “Los tangos del perdón”), como queriendo
recuperar la inocencia de la infancia propia. Allí están “La casita de mis
viejos”, “Adiós pueblo”, “Para ti madre”, “Caserón de tejas”, “Senda florida”,
“Vieja casa”. Las casas se hacen metonimia del hogar. Está el que vuelve de la
cárcel, como “Volvamos a empezar”. Otros evocan el hogar detrás de rejas como
“Justicia criolla” o “Una carta”...
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